Cuando conocí a Oscar Hahn
Por Aquiles Julián
Conocí a Oscar Hahn cuando vino al país a un Encuentro Internacional de Poesía. Y de los recitales me quedó siempre su voz leyendo los dos últimos versos de su poema “La muerte está sentada a los pies de mi cama”: su ironía, su humor, me cautivaron. No sé si ha vuelto por estos lares, pero desde aquel remoto evento, hace unos 35 a 40 años, toda una vida, su voz leyendo morosa aquel poema se mantuvo en mí.
Ahora, tal vez en forma tardía, tengo el honor gratísimo de rendir homenaje a su poesía. Y contar esa anécdota personal.
Oscar Hahn, para ese tiempo, vivía en el exilio. A raíz del golpe militar encabezado por Augusto Pinochet al gobierno de la llamada Unidad Popular, en Chile, fue detenido. Y luego marchó al exilio. En 1974 se radicó en los Estados Unidos y se naturalizó posteriormente ciudadano norteamericano. Y allá volvió a la docencia.
La poesía de Oscar Hahn está marcada por la ironía y por la confluencia de las cuatro grandes escuelas de la poesía chilena, frente a las cuales reacciona tanto apropiándose como distanciándose, mezclándolas, desafiándolas.
Esas cuatro grandes escuelas son el creacionismo, aquel portentoso movimiento de vanguardia creado por Vicente Huidobro; el surrealismo, que tiene en Chile, sobre todo en los poetas de Mandrágora, un sobresaliente ejemplo; la poesía social y política proveniente de Neruda y la poesía conversacional, irónica y prosaica de Nicanor Parra.
Corrientes contrapuestas, que en apariencia no encajan unas en otras, que se repelen, logran en la poesía de Oscar Hahn convivir, interpenetrarse, nutrirse entre sí y sintetizarse en una obra que adquiere la única originalidad con sentido en literatura: la que surge de la apropiación creativa de las fuentes.
Al salir de Chile y radicarse en los Estados Unidos, Oscar Hahn ya era un poeta maduro. Tenía 36 años. Y Hahn había comenzado a escribir desde los 16 años. Eran 20 años ya de trato asiduo con la poesía. Fue una época sombría. Los excesos de la ultraizquierda chilena, la injerencia cubana y el temor de los sectores de poder económico y militar sudamericanos ante lo que se tildó de “vía chilena al socialismo”, junto a las conductas abiertamente delincuenciales de Richard Nixon y Henry Kissinger que orquestaron el derrocamiento del presidente Salvador Allende, torpedeándolo de diversas maneras y, sobre todo, aprovechando las delirantes conductas de los grupos ultraizquierdistas que desbordaron al régimen.
Allende era un hombre en lo esencial sano. Tenía una sensibilidad social muy viva. Simultáneamente, era un ingenuo a nivel político. Y un incompetente a nivel de dirección política, económica y financiera. Su idea bucólica del socialismo era un utopía. Se negó siempre a reconocer la horrendidad de los sistemas reales, los únicos que han existido y existen. Es un viejo mal de los que pertenecen a la clase media urbana radical, de la que Allende era parte: el creerse de que ellos sí pueden realizar la utopía, de que tienen la clave de llevar a realidad el paraíso del proletariado en la tierra. Su delirante utopía condujo a aquel atolladero del golpe de Pinochet y a su secuela trágica.
Y como parte de esa secuela Oscar Hahn fue atropellado y encarcelado. Pudo salir del país y se radicó en los Estados Unidos, donde prácticamente ha hecho la mayor parte de su vida.
Desde allá nos llegó al país. Era para muchos de nosotros la voz de un Chile que defendimos con más buena voluntad que conciencia real, con más pasión que razón. Y de aquellos poetas que arribaron con su bagaje de versos al país y que leyeron y compartieron con estudiantes, escritores y funcionarios universitarios en la capital y en Santiago de los Caballeros (si no me equivoco, fue en los dos lugares en donde se realizaron actividades en esa época), su voz leyendo, melodiosamente, con ese dejo chileno peculiar, esa línea deslumbrante: “por respeto me callo que sé su mala fama”, aquel trato casi familiar con la muerte, personaje atroz que ahora deviene risible, doméstica, pervivió en mí durante años.
He escrito antes que la poesía chilena es una de las cuatro grandes tradiciones poéticas latinoamericanas, junto a la mexicana, la argentina y la brasileña. Y eso sin menoscabo o subestimación de las tradiciones poéticas de los demás países latinoamericanos. Cada país tiene mucho que mostrar en su poesía y su literatura. Pero esas cuatro tradiciones, esos cuatro surtidores son singularmente ricos, esplendorosos, con una diversidad de escuelas, autores y obras que impactan en la lengua y cultura de la región.
La poesía de Oscar Hahn asume y trabaja esos cuatro momentos de su tradición: el creacionista, el surrealista, el socio-político y el conversacional de la antipoesía de Parra, los combina, contrasta, provoca y sintetiza. Es una poesía que representa un indudable aporte a la tradición chilena. Más aún, es una poesía que es parte del mejor momento de la poesía latinoamericana contemporánea.
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