Palabra dada
Por Aquiles Julián
Si se nos dio la palabra es para usarla. Y si la usamos, es conveniente hacerlo con altura, con dignidad, con honestidad y con valor. No palabra que engañe, sino que aclare. No palabra que rehuya, sino que encare. No palabra envilecida, sino palabra con honor.
La literatura, oficio al que he dedicado mi vida, significó siempre un trato asiduo con las palabras. Y muchos de los momentos más felices y plenos de mi vida están unidos a ellas. Por eso me gusta darlas, porque he recibido mucho y me encanta compartir la dicha alcanzada.
Suelo escribir desde la admiración. Y cada uno de los ensayos recogidos en este libro es una expresión de gratitud por el gozo recibido. Y de amor compasivo frente a las debilidades y falencias humanas en que los escritores, seres frágiles, muchas veces egocéntricos, excéntricos e ilusos, incurren. Lo sé por experiencia propia.
Ocuparse de las palabras en un país semianalfabeto, donde los niveles de conciencia son elementales: pura sobrevivencia, satisfacción de necesidades primarias, ostentación ridícula, aturdimiento vía el alcohol y escasa preocupación por cultivar la mente y el espíritu, es de por sí tarea ingrata. Los niveles de primitivismo en que nos desenvolvemos son pasmosos. El analfabetismo funcional campea por sus fueros. La incapacidad de pensar y discernir espanta. Las conductas groseras revelan la involución en las buenas maneras, la entronización del patán como modelo social. La impunidad, el irrespeto, la permisividad, el descaro son los valores pregonados desde arriba, desde aquellos que se supone nos lideran y nos deberían servir de modelos.
En ese cuadro deprimente escribir se convierte en un oficio irrisorio. Se escribe para no ser leído. Se escribe para no ser justipreciado, discutido, refutado o convalidado. Se escribe para ser ignorado. Se escribe para nada.
Y sin embargo, ¿podemos no escribir? En mi caso es imposible. La única opción a no hacerlo es explotar. Entonces, escribir es una especie de terapia, una cuerda que lanzamos al vacío con la secreta esperanza de que encuentre quien la tome en el otro extremo y se genere el acto de comunicación.
He escrito más de una vez que el mayor elogio que se puede hacer de un escritor es leerlo. Se escribe para ser leído. Tal vez es pretencioso que en una pequeña comunidad pobre, en que la necesidad de comer domina a la mayoría que no es capaz de obtener un salario que le permita vivir dignamente (la Tesorería de la Seguridad Social, quizás la única institución del Estado cuyas estadísticas merezcan algún nivel de credibilidad, publicó recientemente que el 88% de los trabajadores asalariados no recibían un ingreso que le cubriera la canasta básica. Ni siquiera para comer dan los salarios), las personas ocupen tiempo en leer.
Si el salario no da para cubrir la canasta básica ¿cómo podrían las personas adquirir libros? Y en un país donde en los hogares más acomodados, en que todos los lujos esplenden para deslumbrar a amigos y conocidos, usted nunca encuentra una biblioteca entre los bienes que se ostentan bibliotecas personales, tampoco la lectura es tenida como un valor relevante.
No importa. Reúno estos ensayos y con ellos inicio una nueva aventura editorial digital: lectofilia digital.
Al comentar un libro, un autor, reflexiono sobre mí y sobre mi realidad. Ellos sirven como puntos de referencia con los que contrastar mis propias experiencias. Ellos me permiten entender mi realidad y entenderme. Son un medio de aclarar temas importantes en mi existencia.
De ahí que cada uno de ellos haya aportado a mi vida, la haya enriquecido. Y espero que la gratitud que les debo humedezca mis palabras, para que no sean frases secas o con pretensiones de erudición, sino, por el contrario, palabras cálidas de afecto y reconocimiento, de cariño y humildad agradecida, a autores y libros que me han ampliado, han extendido mi visión y fertilizado mi mente, me han enriquecido más allá de toda medida. Y han dado a mi vida momentos gratísimos, mismos que quiero animarte a vivir con estas páginas.
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